Torre-Pacheco ha sido el epicentro estas semanas de unas noticias dolorosas: disturbios, enfrentamientos, discursos de odio, bulos despreciables, reacciones políticas que echan balones fuera y oportunistas que se alimentan de odio para desplegar su rabia.
Antes de lo sucedido en la ciudad murciana, desde Llanero Solidario nos sumamos a la campaña de la EAPN (Red Europea contra la pobreza) “Sin odio, con derechos”, con motivo del Día contra el Odio. Una campaña necesaria que parecía responder no solo a una preocupación general, sino a un clima que ya se estaba gestando.
El conflicto comenzó con una agresión terrible e inexcusable y lo que ha venido después ha sido una explosión de tensión acumulada, prejuicios y cólera…Y, sobre todo, mucho odio gratuito, que bien merece unas reflexiones.
El círculo de reproches
Porque lo que ha ocurrido no es solo un hecho aislado. Es el reflejo de algo más profundo: el odio gratuito que crece cuando generalizamos, cuando dejamos que el miedo nuble la empatía, y cuando se nos olvida que las palabras hacen daño. Que pueden marcar. Que pueden herir tanto como una piedra: ese chiste que se comparte en una comida familiar, esa frase hecha… y, por supuesto que no todo se resume en eso… pero son chinitas que calan…
“El racismo se cura viajando”, según dijo Unamuno, aunque no recuerdo la frase exacta, pero no iba mal encaminado: El viajar, o más bien el conocer, el contacto, la conversación… son antídotos contra el prejuicio. Cuando conoces una historia, un rostro, una trayectoria, te cuesta más odiar. Cuesta más etiquetar. Cuesta más señalar.
Pero el problema es que muchos prefieren o, a veces, preferimos no saber. Nos quedamos con el titular fácil, con el vídeo sesgado, con el comentario del bar. Y desde ahí se generaliza: “todos son iguales”, ¨nos quitan el trabajo¨, “vienen a lo que vienen”, “es que no se integran” ¨no quieren trabajar¨.
Y es que cuando te miran raro… acabas creyendo que lo raro eres tú. Lo más duro del odio cotidiano no es el grito, es el silencio. Es la mirada que te juzga. Es ese comentario que parece inocente pero duele. Es la sensación de no pertenecer. Y cuando eso pasa muchas veces, te lo acabas creyendo. Te conviertes, sin quererlo, en el caldo de cultivo de ese mismo odio que te rechaza. Porque si la sociedad te empuja constantemente a los márgenes, tarde o temprano dejas de intentar entrar en ella… y aquí nace el círculo, más frases que colectivizan: ¨no nos quieren¨, ¨tengo que ganarme la vida¨. ¨nunca nos aceptarán¨,
¨tengo que defenderme¨, ¨no respetan nuestra cultura¨…¨todos son iguales¨.
Porque despreciables hay, en unos y otros, pero no en la colectividad.
Y entonces, cualquier chispa basta para encenderlo todo. Como ha pasado en Torre-Pacheco: un inexcusable acto de violencia aislado se convierte en una excusa para señalar a todo un colectivo. Para criminalizar la pobreza. Para reforzar discursos peligrosos. Y para alimentar el odio al diferente.
No es solo racismo: es clasismo
Hay una gran verdad incómoda que conviene decir en alto: no siempre es el color de piel lo que molesta. Es la pobreza. No molesta el extranjero que invierte, ni el turista, ni el que habla varios idiomas. Molesta el que viene sin recursos, el que duerme en una habitación compartida, el que trabaja recogiendo fruta o limpiando casas. El que es pobre, vulnerable, visible. Lo que ofende no es que seas “de fuera”. Es que no encajes en una estética cómoda.
Lo que se rechaza es que rompas la idea de “ciudad bonita”, “barrio tranquilo”, “vida normal”. Los pobres afean. Y esa es una de las verdades más crueles que sostenemos como sociedad.
Y mientras tanto, los políticos… En lugar de unir, los discursos se polarizan. Se lanzan culpas entre partidos, se eluden responsabilidades, se improvisan medidas cosméticas sin voluntad real de transformación. En vez de pensar en soluciones, se busca el enemigo. Y así nos enseñan —día tras día, tuit tras tuit— que el que piensa diferente es una amenaza. El otro. El de enfrente. El que no vota como tú. El que viene de otro país. El que vive en otro barrio. Y mientras discutimos entre nosotros, el odio se hace fuerte.
¿Qué hacemos desde Llanero Solidario?
Desde Llanero trabajamos cada día con personas que han vivido esto en su piel: jóvenes migrantes, personas sin hogar, familias vulnerables, mujeres que han sido juzgadas por su pobreza más que por su historia. No trabajamos con números, trabajamos con nombres. Con vidas. Con sueños.
Con personas que, pese a todo, siguen creyendo que merecen un lugar. Y sí, apostamos por la formación, por el empleo digno, por el acompañamiento. Pero también apostamos por algo aún más revolucionario: el respeto. La escucha. El derecho a ser tratado con dignidad.
El odio no es inevitable, se construye. Y también se puede desmontar. No hay una solución mágica, pero sí una dirección clara: más educación, más conversación, más medios responsables y menos bulos. Más contacto real y menos prejuicio.
